jueves, 1 de octubre de 2009

Sobre el amor



Hace ocho años que nos dejó Gila, el inefable humorista español que vivió en Argentina entre 1968 y 1985: el siguiente cuento se titula "Angelita" , y forma parte de su libro Cuentos para dormir mejor.




Apagué el cigarrillo dentro de la oreja de Angelita. Ella suspiró profundamente y dijo:
—Hoy hace siete años que nos conocimos, amor.
La miré con odio, saqué unas tijeras del bolsillo interior de mi chaqueta y le corté dos grandes mechones de pelo, que dejé caer dentro de su vaso de coca-cola. Ella me sonrió al mismo tiempo que me miraba con ternura; luego, levantando la mano, llamó la atención del camarero. Éste se acercó, y Angelita señaló el vaso de coca-cola.
—¿Me lo puede cambiar? Tiene un pelo.
¿Un pelo? Aquello era una sopa de pelos. Angelita estaba ridícula con aquellos dos trasquilones en su cabeza. De no haber sido por el odio tan grande que yo le profesaba, me hubiese reído a carcajadas.
Cuando el camarero trajo una nueva coca-cola, ella lo agradeció con una sonrisa, que amplió para mí cuando el camarero se fue. Luego comenzó a tomar su coca-cola a pequeños sorbos, mientras me miraba amorosamente.

—¿Me puedes encender un cigarrillo?
Encendí uno y se lo puse entre los labios, pero intencionadamente lo hice poniéndoselo al revés. El cigarrillo se apagó en la saliva de sus labios y una pequeña ampolla blanca brotó como un diminuto globito. Angelita miró el cigarrillo, le dio la vuelta, pellizcó la parte húmeda, la tiró al suelo y, colocándolo otra vez entre sus labios, adelantó la cabeza para que yo se lo encendiera de nuevo. Lo hice, pero antes había regulado al máximo la llama del encendedor de gas, de manera que al mismo tiempo que encendió el cigarrillo se le quemaron las pestañas.
Angelita no dijo nada; aspiró profundamente el humo del cigarrillo y, doblando la cabeza hacia atrás, dejó que éste saliera libremente, y lo miró como si en esa pequeña nube estuviera la dicha de su vida. Luego me tomó una mano con las suyas y, cerrando los ojos, me dijo:
—¡Siete años, mi amor! ¡Y parece que fue ayer!
Estaba tan ridícula con aquellos trasquilones en el pelo, la ampolla blanca en los labios y los ojos sin pestañas, que sentí deseos de terminar con ella para siempre en ese momento. Pero yo sabía que sería inútil. Ya lo había intentado infinidad de veces y ella nunca se daba por aludida; siempre respondía a mis agresiones con una sonrisa o una frase cariñosa. El día que cerré el ascensor sabiendo que ella tenía los dedos en el marco de la puerta esperaba que, luego del grito que dio, en lugar de soplarse los dedos, me diese una patada en una pierna o me dijese algo. Pero no solamente no me dijo nada en ese momento, sino que cambió las uñas de cuatro dedos sin mencionar nada de aquel accidente. Ella lo único que hizo fue lo que estaba haciendo en este momento, mirarme amorosamente.
Cuando estuvo cerca el camarero, aproveché para pedirle una hamburguesa y un café con leche, muy, muy, muy caliente. Angelita pidió otra coca-cola.
Pasó un matrimonio joven con una nena de meses en un cochecito. Angelita no dijo nada, pero adiviné en sus ojos sin pestañas que estaba viviendo la fantasía de que ese matrimonio éramos nosotros con nuestra primera nena. Llegó el camarero y colocó nuestro pedido sobre la mesa. Levanté el pan que tapaba la hamburguesa y, tomando el recipiente de plástico que contenía la mostaza, lo apreté con fuerza; un chorro cayó sobre la cara y el vestido de Angelita. Ahora sí que estaba ridícula; me miró sonriente, como lamentándose de mi mala puntería, y tomando ella el recipiente puso mostaza sobre mi hamburguesa; luego se limpió con una servilleta de papel y me preguntó:
—¿Está a tu gusto?
Dije que sí. ¿Qué podía hacer? Y comencé a comer al tiempo que, disimuladamente, con el brazo fui corriendo la taza de café hasta colocarla en el mismo borde de la mesa, muy cerca de Angelita. Lo demás fue muy fácil; me bastó levantar la mesa un centímetro con la rodilla, y el café con leche, muy, muy, muy caliente, se volcó en las piernas de mi novia. Esta vez saltó de la silla como si le hubieran puesto un resorte debajo de las nalgas; luego se pellizcó la falda con los dedos a modo de pinzas y comenzó a sacudirla como si estuviera echando de comer a las gallinas. Yo ni siquiera me disculpé; esperé su reacción sentado donde estaba, masticando mi hamburguesa. La gente que había en el bar nos miraba entre divertida y asombrada. El camarero se acercó con una servilleta en la mano y se la dio a Angelita. Ella se frotó la falda y luego dijo:
—Por favor, ¿puede traer otro café con leche?
Y se sentó de nuevo junto a mí. La contemplé detenidamente y traté de recordar si alguna vez había visto algo tan ridículo. Quisiera que ustedes la hubieran visto. Ahora o nunca, pensé. Éste es el momento determinar. Pero no pude y seguí siendo su novio dos años más, siempre por culpa de ese miedo mío a herirla diciéndole que ya hacía años, que la odiaba. Y recurrí a todo para que fuese ella quien tomara la determinación de acabar con nuestras relaciones. Le pisé los dedos de los pies, la tiré al río en varias ocasiones, la golpeé con el paraguas sin ningún motivo, y no conseguí nada que no fuese una sonrisa y una mirada de amor.
Ayer, empujándola al mar desde un acantilado, traté de incitarla a que se diera cuenta de que no la quiero. Pero todo fue inútil; se ahogó sin decirme: «Quiero que lo nuestro termine.»
Y ahora, cuando la estoy viendo sobre la arena de la playa, tan ridícula, tan mojada, tan muerta, con esa sonrisa y ese embarazo de agua de mar, pienso que tal vez si nos hubiésemos casado, hubiéramos sido felices, porque realmente no es fácil encontrar una mujer con el carácter tan bueno como el que tenía Angelita.

De  Cuentos para dormir mejor, Miguel Gila , 2001. ISBN 840803880X

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